Adoquines mojados

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El Aroma del deseo.

Al acercarme a su sexo , note como brotaba el néctar empalagoso enredándose en mi lengua, separé sus piernas y bebí de él sembrando la agonía de su ser. Su vientre se contraía a cada beso, su piel se disparaba en granos de miel, sus pezones liberaban gotas de esencia estelar, dulce y brillante. Quise recoger mi pasión dentro de su sexo, pero sus muslos aprisionaron mi rostro, sus piernas temblaban, sus gemidos recogían todo halo de aire que entrara por la ventana. Sometida a mis deseos sus piernas se abrieron,ni la fuerza más intensa pudo retener mi boca, y me escabullí para beberla hasta que su cuerpo se rompió en lamentos y agonía, sus caderas se asotaban contra el colchón, su espalda se doblaba sacudiendo el sudor que corría por su piel, el que gota a gota absorbía su fragancia, mezclando las fragancias de nuestros cuerpos y derrames de orgasmos infinitos, marcando la tela en fuego, esa fragancia que nos excita día a día cuando despertamos. Almistle, dicen algunos que le llaman a esa particular fragancia que dejan dos cuerpos al amar. Ese olor que nos identifica en nuestra alcoba, y que otros cuerpos suelen desear tener para ellos cuando la pasión despierta entre las sabanas al entrar a ordenar nuestras camas. Aquel olor que recogen nuestros hijos por herencia y que nos permite identificarlos en cualquier lugar.

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De princesas, príncipes y brujas... ("Uno entre mil", para los jueves de relato.)